Era un tiempo en el que se compraba música; todavía no
existían los programas P2P, ni Rapidshare, ni Spotify, ni nuestro cachalote de
Megaupload pululaba con su macroimperio desafiando las leyes. Ni tan siquiera
esa mafia consentida llamada SGAE cobraba sin pudor mucho más de lo que
realmente le tocaba por cualquier compás. Era una época en que ser melómano se
pagaba, a base de bien, pero se pagaba a gusto, sin traumas. La sensación de
comprar un disco y no saber lo que te podía deparar dotaba de morbo cada
compra. Tengo bastantes discos comprados por la portada, cosa habitual en esa
no tan lejana era, que son una bazofia con bonita portada. Al contrario también
sucedía; eso sí, cuando acertabas, el sentimiento era tan grande que
justificaba cada error con creces. Ese acierto era el súmmum de cualquier
melómano que se precie. En ese deporte de riesgo en que consistía comprar
música andábamos metidos varios amigos que huíamos del ‘bakalao’ y de los
lugares ‘preindies’.
Una vez al mes, quedábamos para escuchar nuestras recientes
adquisiciones en el improvisado club musical en que se convertía la casa de un
gran amigo y maestro, al que en adelante llamaré Christopher. Entre los
montones de discos que aportábamos a cada reunión, se podían encontrar grupos o
productores como: Gentle People, Papas Fritas, Fila Brazilia, My Life Story,
Losfled, Eggstone, Alpine Stars, The Beta band, William Orbit, Stereolab, Juri
Hulkkonen, The Divine Comedy, Bent, Dubstar, Ian Poley, Titán, Czerkinsky,
Belle and Sebatian, Dadamphreaknoizpunk, LHB… y un sinfín más que componían una
amalgama musical en la que descubrías de todo, bueno y malo, donde lo
primordial era la música y compartir tus conocimientos con todos los invitados.
Aquella mañana, Christopher tenía un as en la manga.
Mentiría si les dijese que en aquellas citas musicales descubrir el temazo del
día no era similar a ganar un trofeo por el que siempre te recordarían.
Christopher sacó de su pequeña maleta de latón un CD con una extraña caratula y
me dijo: “¿Conoces a The Sugarplastic?”. Nunca olvidaré cuando subió la
ganancia de la mesa de mezclas y empezó a sonar Soft Jingo, envolviendo mis
oídos con su aura sinuosa y burlona. Recuerdo cómo se me encogió el estómago,
el corazón se me aceleró y mis pelos se pusieron de punta, cosa no habitual
estando sobrio. Era magia, sinergia ritual, puro respeto por algo distinto en
tiempos de sonidos facilones. Se abría ante mí un universo hermosamente
extraño: el universo de The Sugarplastic.
El primer álbum de la banda californiana fue Radio Jejune,
disco que llegó a España en el año 95. Debido a la fresca calidad que
atesoraba, se les empezó a comparar con Pixies, The Kinks, 10cc, The Talking
Heads y, por supuesto, XTC. El siguiente disco no se hizo esperar; en el año 96
salía al mercado: Bang, The Earth is Round,
añadiendo a las voces adicionales a la hermosísima Gretchen Parlato, hoy
en día considerada una de las mejores voces femeninas de ‘jazz’. Sin lugar a
dudas, uno de los mejores discos de los flojos años 90 y uno de los que compone
la banda sonora de mi vida, con Soft Jingo a la cabeza. Doce temas que van
desde el ‘avant-country-folk’ hasta el reptante ‘power-pop’. El grupo estaba
compuesto por Ben Eshbach, un afilador de guitarras con múltiples voces, Kiara
Geller, que se encargaba de tocar el bajo de forma sincrónica, y Josh Laner,
que golpeaba como hielo seco la batería. Juntos crearon un sonido exclusivo
como pocos, repleto de magnetismo único. En la época se ganó el adjetivo de
disco raro, incluso para los más eruditos del lugar.
Después de su segundo álbum les perdí la pista, hasta que
internet entró en nuestras vidas informándonos de todo. Empecé a investigar
pero la poca información disponible en la red me hacía sospechar que The
Sugarplastic era un grupo tan inusual como sus canciones. Descubrí en la
amarcianada web del grupo una biografía escrita por el singular Ben Eshbach,
que avivó todas mis sospechas de que The Sugarplastic eran una ‘rara avis’ en
la historia de la música independiente. Cuando contacté, o más bien abordé, a
Kiara Geller, mis sospechas se confirmaron con rotundidad: The Sugarplastic
eran una banda al oeste del ‘indie’.
Ben y Kiara se conocieron en un campamento de verano; Kiara
contaba con quince años y Ben, con veinte. Por motivos de ‘overbooking’, los
chicos que iban al instituto tuvieron que compartir habitación con los de la
universidad. Ben y Kiara trabaron amistad de inmediato. A partir de ese
momento, se convirtieron en hermanos de sangre. Cuando conocieron a Josh, el
grupo tuvo a su tercer miembro. Ben se encargaría de la guitarra, Kiara del
bajo y Josh de la batería… pero faltaba un cantante. Después de alguna
desafortunada prueba, se decidió que fuese Ben el que cantase. Ben nunca se
sintió cómodo cantando ante el público; sufría el temido miedo escénico;
pensaba que no lo hacía bien y que la gente se burlaba de él. Esto hizo que las
actuaciones nunca excedieran de los veinticinco minutos —Kiara me contaba que
para los amigos han llegado a tocar más de tres horas—. Con el tiempo, Ben
empezó a sentirse más cómodo en el escenario, pero lo que más le gustaba era
grabar canciones.
Tras la firma con Geffen Records y la grabación de sus dos
primeros discos, todo empezó a ir muy rápido y las divergencias no tardaron en
llegar: nunca entendieron el motivo por el que se les empujaba a vender discos
y a estar permanentemente atentos a la promoción; ellos entendían la música de
otra forma, simplemente como forma de vivir una amistad imperecedera. “The
Sugarplastic siempre será un grupo. La banda es un reflejo de mi amistad con
Ben y el trabajo que supone para nosotros. Estar en The Sugarplastic durante
tanto tiempo es como estar en un culto”, me contaba Kiara con su halo de
amabilidad y humildad. Tras sus dos primeros discos, rompieron el contrato con
Geffen y empezaron a grabar por su cuenta. Según cuenta Ben en la pagina del
grupo, “fue una negociación cara, pero era una sensación increíble de
libertad”. Después de su salida de Geffen, Josh Laner abandonó la banda por
desgaste y en su lugar entró David Cunningham como miembro fijo a la batería.
Después de tres años de grabación, salió a la venta su
tercer álbum, titulado Resin (2000). El disco es una reafirmación del espíritu
de la banda, alejando las comparaciones definitivamente y demostrando que
tenían un sonido propio y nada manido, difícil de digerir por oídos profanos.
Mientras grababan Resin, se puso en contacto con ellos Craig McCracken, el
creador de Las Supernenas, y les pidió que le compusieran un tema. La canción
en cuestión es la divertidísima: Don’t Look Down, donde Ben demuestra los
registros dispares de su voz y el filo de su guitarra. De forma casi
clandestina, salieron sus siguientes trabajos: Primitive Plastic (2001) y 7x7x7
(2005). Kiara me escribía lo siguiente sobre ambos discos: “Se hicieron solo
trescientas copias. Debo de tener diez de cada uno”. También en 2005 salió
Will, un disco repleto de ‘dream-pop’, con vaivenes imprevisibles y
trepidantes. La última aportación musical la hizo Ben junto a Matthew Kelly (The
Autumns) con la formación de The Soviet League y el disco bajo el mismo nombre
editado en 2010; disco que, a mi juicio, es de lo mejor de esa añada. Un disco
diferente y distintivo, donde se atreven hasta con el ‘electro-pop’; una joya
para escuchar tranquilamente y desintoxicarnos de toda esa basura que nos
venden las revistas de tendencias como si fuera oro. Kiara me describía cual es
la situación de The Sugarplastic en la actualidad: “Estamos en el proceso largo
de retomar y terminar canciones que empezamos hace tiempo. Ahora Ben está
trabajando en un interesante álbum como solista de guitarra y yo estoy
componiendo música para una serie de dibujos animados llamada Animal Control”.
Vivimos un tiempo en el que no se compra música, en el cual
los discos duros almacenan miles y miles de canciones que jamás serán
escuchadas; un tiempo donde la música se “oye” mientras se mira Facebook o
Twitter y, al mismo tiempo, uno se descarga porno. Donde los músicos ya no
venden su alma al diablo para tocar mejor, sino para ganar dinero y follar más
que nadie. Pero todavía existen grupos que no puedes escuchar en Spotify, ni
descargar en Rapidshare, ni siquiera en P2P. Grupos que hacen música para
generar sensaciones, que en definitiva, hasta que llegó la mercadotecnia, era
la base de todo arte: espíritus libres que te hacen sentir a través de su arte
imperecedero… “Lo que recuerdo de Soft Jingo son un par de cosas en realidad.
Cuando estábamos trabajando en ella, yo realmente creía en ella. La línea del
bajo era la cosa más emocionante que nunca he tocado. Nuestro productor, Colin,
me instó a hacer cuatro líneas de bajo idénticas; creo que quería estar seguro
de tenerlas perfectas y le di cuatro perfectas. Es la única canción en la que
he estado nervioso a la hora de grabar porque quería que fuera perfecta.
Recuerdo que Ben se reservó un par de piezas en secreto hasta que realmente nos
pusimos a grabarla. Un momento verdaderamente mágico cuando Ben comenzó a tocar
el solo de guitarra por primera vez. Realmente transcendió todo lo que
estábamos haciendo. Fue todo único. También las guitarras que salen de las
voces al final del coro son un cliché de guitarra muy singular que sólo Ben
podía conseguir. Tiene un toque extraño y desigual, pero fácil de escuchar”.
Gracias por todo, Kiara, y larga vida a The Sugarplastic.